A nadie le sorprende el uso
de moralejas en los relatos cotidianos, nunca falta alguien que durante una
conversación coloquial concluye su reflexión con el uso de alguna metáfora.
Pero cuando dichas moralejas se insertan en el discurso periodístico las
implicaciones pueden ser mayores, puesto que se trata de enseñanzas socialmente establecidas que sin apelar al
conocimiento influyen en la construcción de sentidos y el consecuente silenciamiento de la
opinión pública.
Las manifestaciones
estudiantiles ocurridas entre el lunes 15 y martes 16 de febrero en el Colegio
Montúfar, a raíz del malestar generado en la comunidad estudiantil tras la
decisión del Ministerio de Educación de reubicar a 16 docentes, recibieron
amplia cobertura por los medios de comunicación y particularmente por la
televisión pública, que presentó detalladamente en su informativo vespertino
del miércoles 17 sucesos tales como el daño a la infraestructura del colegio,
el testimonio unilateral de dos comerciantes afectados y de supuestos
funcionarios del Distrito de Educación No. 6 Eloy Alfaro, cuyos nombres y rostros no fueron expuestos.
A continuación el canal
nos presenta en su noticiario el testimonio de la madre del estudiante del
colegio Mejía, Edison Cosíos, quien en septiembre del 2011 y con 17 años de
edad, recibió un impacto de bomba lacrimógena en su cabeza mientras participaba
de las manifestaciones en contra del Bachillerato Unificado, y que lo dejó en
estado vegetativo.
De pronto y tras más de
cuatro años, el caso de Edison Cosíos, cobra importancia para mostrarnos a
manera de conclusión de los reportajes sobre las protestas estudiantiles, las
consecuencias de las manifestaciones. Ante el uso de dicha información, la
memoria colectiva hace pensar en los actos de impunidad que envuelven la
historia de Edison, de la cual el medio público no hace mención alguna: ni de
la contraparte involucrada, ni del pronunciamiento desde la institución
policial y judicial, ni de la necesidad de la sociedad de conocer el o los
responsables de este atentado criminal. Para el medio público la historia citada
es útil como instrumento aleccionador, para reforzar la enseñanza del peligro
de protestar.
El mensaje es claro, para
padres y estudiantes, pues la nota enfatiza en mostrarnos el sufrimiento de una
madre que todos los días ve a su hijo en estado vegetativo, sugiriendo que este
es un ejemplo de lo que le puede suceder a nuestros hijos. Y la pregunta que surge
es sí la labor del periodismo público es la de advertirnos sobre las consecuencias
de nuestros actos o peor aún infundir miedo, pues la cobertura noticiosa de
Ecuador TV, sobre las recientes manifestaciones estudiantiles del colegio Montúfar, más que contextualizar sobre los complejos elementos que influyen en
las protestas, nos deja sentencias. La manipulación de la información establece
claramente a los culpables e inocentes y por lo tanto como televidentes debemos
plantearnos si esperamos que nuestros medios se transformen en los nuevos tribunales
de la opinión pública.
Seguramente ponerse en el
papel de jueces engorda el ego de algunos periodistas, pero empobrece la ética,
porque para hacer un periodismo digno no requerimos que nos muestren el camino
del bien y del mal, no necesitamos ver llorar a las víctimas, ni manosear el
sufrimiento para dejar moralejas; necesitamos respuestas, elementos críticos
que aporten al debate público.
El uso de la moraleja en
el discurso mediático silencia, elimina la complejidad de las situaciones, nos
impide pensar más allá de las emociones. La representación “delincuencial” de
los estudiantes que protestaron y la mención al caso de Edison Cosíos como
moraleja de la historia, eliminó la posibilidad de reflexionar, por ejemplo,
sobre la continua incapacidad del gobierno para escuchar a todos los actores y
resolver los conflictos sociales mediante el diálogo y más aún de la
responsabilidad colectiva sobre la construcción del modelo educativo.
De esta manera, el
accionar policial se reviste de justicia en el relato periodístico, el uso de
la fuerza en todo su alcance se legitima por un fin “justo”: la defensa del
orden y la paz; la opinión pública se silencia y los sentenciados, claramente
señalados, son ciudadanos cuyos argumentos se despojan de legitimidad, para
terminar siendo los responsables de su propia desgracia.
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