Por Nathalia Cedillo C.
Desde finales de los años noventa, tras las agudas crisis provocadas por el fracaso de las estrategias neoliberales de desarrollo en Latinoamérica, varios países de nuestro continente, entre ellos Ecuador, experimentan procesos de fortalecimiento del Estado que se traducen en mayor intervención de éste principalmente en lo que respecta al manejo económico de áreas estratégicas desde una postura nacionalista. El presidente Rafael Correa califica dicho proceso como un “cambio de época”, sin embargo al hacer una reflexión entre la retórica y su práctica política, que se inserta en las contradicciones de la modernidad capitalista, deja abiertas interrogantes sobre los alcances de dicho cambio.
A nivel discursivo el gobierno de la revolución ciudadana ha marcado una diferencia de sus antecesores al enarbolar la consigna del combate a la pobreza e inequidad desde el incremento de políticas sociales como medida para resarcir las secuelas del torrente neoliberal, sin embargo conservando inalterable la matriz productiva que dio paso al viejo mito del desarrollo en términos de crecimiento económico perpetuo, la misma falacia que desde hace más de cincuenta años ha justificado formas de dependencia, condiciones de exclusión y deterioro de la calidad de vida de las clases subalternas. Ese mismo ideal de progreso, históricamente cuestionado, se valida en la actualidad bajo la condición de redistribuir sus utilidades.
Desde finales de los años noventa, tras las agudas crisis provocadas por el fracaso de las estrategias neoliberales de desarrollo en Latinoamérica, varios países de nuestro continente, entre ellos Ecuador, experimentan procesos de fortalecimiento del Estado que se traducen en mayor intervención de éste principalmente en lo que respecta al manejo económico de áreas estratégicas desde una postura nacionalista. El presidente Rafael Correa califica dicho proceso como un “cambio de época”, sin embargo al hacer una reflexión entre la retórica y su práctica política, que se inserta en las contradicciones de la modernidad capitalista, deja abiertas interrogantes sobre los alcances de dicho cambio.
A nivel discursivo el gobierno de la revolución ciudadana ha marcado una diferencia de sus antecesores al enarbolar la consigna del combate a la pobreza e inequidad desde el incremento de políticas sociales como medida para resarcir las secuelas del torrente neoliberal, sin embargo conservando inalterable la matriz productiva que dio paso al viejo mito del desarrollo en términos de crecimiento económico perpetuo, la misma falacia que desde hace más de cincuenta años ha justificado formas de dependencia, condiciones de exclusión y deterioro de la calidad de vida de las clases subalternas. Ese mismo ideal de progreso, históricamente cuestionado, se valida en la actualidad bajo la condición de redistribuir sus utilidades.
En entrevista para la
revista chilena Punto Final, Correa manifestó “Es un error garrafal…
¿Dónde está en el Manifiesto Comunista el no a la minería?
Tradicionalmente los países socialistas fueron mineros. ¿Qué teoría socialista
dijo no a la minería? Son los pseudointelectuales postmodernistas los que meten
todos estos problemas en una interminable discusión. No hay dónde dudar: salir
del modelo extractivista es erróneo. Hay que aprovechar estos recursos al
máximo para desarrollar otros sectores de la economía, haciendo que el sector
extractivista vaya perdiendo peso para avanzar a etapas superiores en las
relaciones económicas. Por ejemplo a una economía del conocimiento, que se basa
en el talento humano”.
¿Son las nuevas concesiones a China por veinte-treinta años el camino para que
el extractivismo vaya perdiendo peso?
La
representación de los hechos desde el oficialismo, construye lo que Austin
(1990) denomina un acto ilocutivo o un acto de palabra, es decir las palabras
realizan una acción más allá de lo dicho.
La fuerza
ilocutiva de los enunciados de Correa contienen un presupuesto implícito que
constituye un acto interno de la palabra en la medida en que el mandatario no
solo deslegitima explícitamente a los “pseudointelectuales” que
cuestionan el modelo, sino a todo aquel que ponga en duda la buena fe de sus
actos. Sus palabras están aleccionando implícitamente a los receptores de su
mensaje, al país; de esta manera lo que dice Correa implica un mandato moral,
el de agradecer que ahora existe un gobierno que sabrá redistribuir los réditos
de la minería a cielo abierto.
El discurso del desarrollo al
inscribirse en este juego de poder nos aprisiona en lo visible, parecería
entonces que estamos ante un camino incuestionable e irreversible, pero lo que queda fuera de la representación
oficial es que el modelo de crecimiento dominante es insostenible, puesto que no
hay desarrollo sustentable que cubra los costos socio-ambientales y de
endeudamiento. Si como sociedad no asumimos la responsabilidad de construir un
cambio de época que trastoque las estructuras productivas de la matriz colonial
y la lógica de acumulación de la riqueza, no habremos aportado sustancialmente
a resolver los problemas de fondo.
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