Por Nathalia Cedillo C.
En este ensayo reuniré conceptos de tres importantes pensadores, como lo son Foucault, Bourdieu y Said, para analizar el manejo discursivo de la palabra “terrorismo” (así como su derivación “terrorista”), utilizada en el discurso oficial del gobierno colombiano, para justificar la violencia al interior de este país y la reciente incursión de su ejército en territorio ecuatoriano; sucedida el pasado 1 de marzo en los alrededores del caserío de Angostura en la frontera norte del Ecuador; en la cual se llevó a cabo el bombardeo a un campamento de las FARC-EP; masacre que cobró la vida de Raúl Reyes (segundo jefe y vocero internacional del grupo) y más de veinte personas, entre las que se encontraban guerrilleros y jóvenes mexicanos estudiantes de la Universidad Autónoma de la ciudad de México.
En este ensayo reuniré conceptos de tres importantes pensadores, como lo son Foucault, Bourdieu y Said, para analizar el manejo discursivo de la palabra “terrorismo” (así como su derivación “terrorista”), utilizada en el discurso oficial del gobierno colombiano, para justificar la violencia al interior de este país y la reciente incursión de su ejército en territorio ecuatoriano; sucedida el pasado 1 de marzo en los alrededores del caserío de Angostura en la frontera norte del Ecuador; en la cual se llevó a cabo el bombardeo a un campamento de las FARC-EP; masacre que cobró la vida de Raúl Reyes (segundo jefe y vocero internacional del grupo) y más de veinte personas, entre las que se encontraban guerrilleros y jóvenes mexicanos estudiantes de la Universidad Autónoma de la ciudad de México.
Antecedentes y breve recuento histórico:
La palabra “terrorismo”[1] apareció por primera vez en Francia durante la Revolución Francesa, cuando el gobierno jacobino encabezado por Robespierre ejecutaba o encarcelaba a los opositores, sin respetar las garantías del debido proceso. El término comenzó a ser utilizado entonces como propaganda contra el gobierno revolucionario, por su accionar en la línea del terrorismo de Estado. La expresión “terrorismo” proveniente de la palabra francesa del siglo XVIII terrorisme "bajo el terror", significó entonces el uso calculado de violencia o la amenaza de la misma por parte del Estado contra la población civil, normalmente con el propósito de obtener algún fin político o religioso.
Luego del atentado al Pentágono y a las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, el término fue recalcado extensivamente por la propaganda norteamericana. Estos hechos fueron la “justificación” que manejó el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, para lanzar una campaña de "lucha contra el terrorismo" y "por la salvación de la civilización", y con ello organizar ataques masivos e inminentes, que aseguraran su influencia sobre las zonas vitales para los abastecimientos energéticos de su país.
En el 2005, época en la cual Colombia se encontraba en proceso de campaña electoral para elegir un nuevo mandatario, el entonces presidente y candidato a la reelección Álvaro Uribe exclamó una sentenciosa frase: “Colombia no tiene cabida para los terroristas”. Es así como bajo la promesa del endurecimiento de la “lucha contra el narcotráfico y los terroristas” comenzó la segunda era del gobierno uribista, caracterizada por la práctica del terror en nombre de la justicia.
Estructura política de la violencia:
El bombardeo al campamento de las FARC-EP fue “justificado” bajo la excusa de que se trató de una “operación de combate”, término que sugería el enfrentamiento de los dos grupos implicados, cosa que no fue cierta, porque el ataque sorprendió dormidos a quienes se encontraban en el campamento. Pero, un acto como éste, de violencia extrema, protagonizado por el ejército regular colombiano y promovido por su gobierno, no tiene precedentes para el Ecuador, pero tampoco es nada nuevo, al menos, al interior de Colombia.
La pregunta que surge es: ¿cómo es posible sostener una estructura de violencia política?. En el caso colombiano, la violencia brutal se ha convertido en ejercicio político de normalización y de construcción de significaciones.
El poder, entendido como una relación de fuerzas, desde la visión foucaultiana, no sólo reprime, sino que también produce efectos de verdad, abstracción y saber. Es así que en Colombia encontramos no sólo una guerra sanguinaria, sino una práctica estructural administrativa y un discurso político que la legítima y, que además, ha hecho de la vida humana un objeto administrable, regulado y “protegido” por un poder que necesita paradójicamente de la muerte para subsistir.
Ese poder que se ejerce desde la crueldad[2], en el conflicto colombiano, impregna todas sus relaciones sociales[3] y se vuelve legítima a través de los “campos y los habitus” como diría Bourdieu, en las instituciones y en el pensamiento. Esta doble dimensión (objetiva y simbólica) se evidencia en la represión por medio de ejecuciones, torturas, desapariciones, secuestros y también se demuestra por el reconocimiento que alcanza el discurso del “terrorismo” que, por un lado, proclama la seductora defensa de la vida, pero a la vez aterroriza e inmoviliza. Recordemos que el terrorismo es también hacer desaparecer al otro mediante el miedo, y; para eso, no es necesario matar a nadie.
La “lucha contra el terrorismo” representa un campo político, donde confluyen relaciones de fuerzas, capital que se distribuye de forma desigual, luchas, confrontaciones, acuerdos, corporaciones, etc., y; donde el poder se muestra como una tiranía que al mismo tiempo se purifica detrás del velo de un discurso moral; que al amparo de una “justicia”, justifica su ejercicio brutal, construyendo de esta manera una lucha aparente de dominación del bien sobre el mal. Es lógico que este discurso se legitime en Colombia, pues está envuelta dentro de una estructura política conservadora ligada a lo religioso.
Según Bourdieu, el concepto de habitus no sólo demuestra la manera en que los dominados se adhieren al principio de dominación, sino que también nos muestra una violencia simbólica, que consiste en imponer significaciones desde el lenguaje[4].
Un ejemplo de esto es la polarización del discurso de Uribe sobre el conflicto: La reacción de rechazo del gobierno de Ecuador sobre la incursión militar colombiana, fue suficiente para acusarnos de estar “albergando terroristas en nuestro territorio”.
El que no declaraba estar a favor de las prácticas guerreristas del presidente colombiano se lo relacionaba automáticamente con las FARC-EP. Esto no sólo generó tensiones en las relaciones bilaterales de los gobiernos, sino que además levantó voces mediáticas que aplaudieron, o por lo menos aceptaron, la masacre en nombre de la “seguridad pública”, condenando a quienes perecieron en el ataque y quienes sobrevivieron a éste. Entre ellas la mexicana Lucía Morett, a quién se le acusó, entre otras cosas, de haber estado “recibiendo cursos de la guerrilla sobre manejo de explosivos”, cuando sucedió el atentado. No hubo una sola referencia hacia los implicados que escapara a la marca de “terroristas”, el mejor modo que encontraron para descalificar y culpabilizar a las víctimas. Aquí se demuestra también el modo de materializar del discurso; como diría Said desde su crítica humanista, antes de ser personas eran “terroristas” o “guerrilleros”.
Situación bastante parecida a lo que en su tiempo exclamó Bush refiriéndose, de igual manera, a la denominada “lucha contra el terrorismo”, dijo algo así: “Vamos a eliminar el mal de este mundo”, “O están con nosotros o en contra nuestra”, como si se tratara de la única verdad. El terrorismo también se desarrolla en la medida que no se acepta el carácter y la palabra del otro.
La política guerrerista de Uribe, responde a intereses de pequeños (en número) grupos de poder económico y político interno y externo, y; su objetivo es establecer las condiciones más favorables para el mantenimiento del capitalismo neoliberal en Colombia, a través de las instituciones, la desigualdad y el lenguaje. Según Figueroa, “La crueldad puede concebirse como una estrategia eficiente en evitar el aparecimiento de los elementos abstractos inherentes a la modernidad burguesa”[5]. Es así, que el poder simbólico del discurso construye una realidad del mundo y genera una acción (de inmovilización social en este caso), y; lo que fundamenta ese poder es la legitimidad del discurso y de quien lo pronuncia.
No se puede dejar de reconocer que ese poder se ejerce desde ciertas condiciones materiales que hacen posible su ejercicio en la sociedad, condiciones que, también, posibilita el habitus como interiorización de las relaciones de poder, y; que sólo pueden comprenderse si analizamos el campo social como un producto de la historia.[6]
Finalmente, Foucault afirma que “el menor fragmento de verdad está sujeto a condición política”[7]. Dicha verdad tiene relación con los modos de interpretación, que da cuenta Said, dice: “La dominación de la realidad por la visión no es más que una voluntad de poder, una voluntad de verdad y de interpretación y no una condición objetiva de la historia”[8]. Es decir, que la verdad no es una operación de transparencia, sino que significa la develación de cómo se conforman nuestras representaciones, la preocupación por mostrar, precisamente, desde dónde se construyen esos modos con los que el saber se traduce en poder.
En un régimen como el de Uribe donde, como diría Galeano, se arregla todo matando primero y preguntando después, la estructura de violencia sólo puede justificarse inventando un monstruo amenazador del orden; el mismo presidente de Colombia ya lo dijo una vez: “hace 50 años era un terrorismo ideológico. Hoy es un terrorismo mercenario y narcotraficante”; con lo que quiere decir, que hace algunos años era el comunismo, hoy en día es el “terrorismo” el “gran peligro de la civilización”.
Lo cierto es que, así como lo fue el discurso contra el comunismo en su época, el discurso contra el terrorismo ha devenido en un concepto meramente propagandístico para descalificar al enemigo, más que para definir una situación de forma objetiva.
Bibliografía:
- Bourdieu Pierre. El sentido práctico. Taurus Ediciones, 1991.
- Foucault Michel. La voluntad de saber. Siglo Veintiuno Editores, 1989.
- Figueroa José Antonio. Artículo: Objetivo Militar: la abstracción. La crueldad en la guerra colombiana. Revista Iconos # 16, Mayo de 2003.
- Said Edward. Orientalismo. Editorial Libertarias, 1990.
[1] Significa: “Dominación por el terror”, según el diccionario de Real Academia Española.
[2] Término que se analiza en el artículo “Objetivo Militar: la abstracción” de J. A. Figueroa.
[3] Esto explicaría el ataque a traición que se suscitó en nuestro territorio.
[4] “Colombia no tiene cabida para los terroristas”
[5] Figueroa José Antonio. Artículo: Objetivo Militar: la abstracción. Revista Iconos # 16, Mayo de 2003.
[7] Foucault Michel, La voluntad de saber, Siglo veintiuno editores, P. 11.
[8] Said Edward, Orientalismo. Editorial Libertarias. P. 287
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